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CRISIS FINANCIERA DE 1876
En 1876 estalló en la República Argentina, una gran crisis económica, la peor sufrida hasta ese entonces y precursora de las diversas y repetidas crisis que afectaron a lo largo de su Historia, su normal desarrollo.
Fue la más honda de nuestra historia, en relación con lo que era el país en aquel momento, y aún más grave que las que se produjeron después a lo largo de nuestra Historia.
Pero había diferencias muy profundas. El Presidente de aquel entonces era un hombre de cuerpo pequeño, delgado, muy serio, que reía poco y nada, pero era un gigante: se llamaba NICOLÁS AVELLANEDA.
Y tan grandes como él eran sus ministros: BERNARDO DE IRIGOYEN y VICTORINO DE LA PLAZA, que fueron, con CARLOS PELLEGRINI, los tres mayores economistas que tuvo el país en el siglo XIX y gracias a ellos, salieron adelante.
La Argentina estaba endeudada. Hubo que pagar a los acreedores por la guerra del Paraguay (terminada en 1870), la caída de la actividad por la fiebre amarilla de 1871 y, sobre todo por las guerras contra LÓPEZ JORDÁN, que vinieron a enlutar al país, luego del asesinato de URQUIZA. Se habían pedido, además, créditos para obras públicas.
La joven nación, todavía sin moneda nacionalizada, no podía pagar tanto dinero y menos aún, cuando se produjo el «crac» de la Bolsa de Viena que arrastró a toda Europa, por lo que bajaron los volúmenes de exportación y los precios de nuestros productos. Se trataba de una combinación peligrosa procedente del exterior que se sumaba al excesivo endeudamiento nuestro.
En aquellos días dependíamos casi exclusivamente de Inglaterra, que compraba nuestros productos, los trasladaba en sus barcos, cobraba por intermediación y seguros, pero aun así era una asociación mutuamente beneficiosa, porque Inglaterra invertía en ferrocarriles, empréstitos (con intereses del 6 por ciento anual) y nos proveía de carbón de piedra, vigas de hierro y maquinarias, entre otras cosas.
A principios de mayo de 1876, el Ministro de Haciende de Avellaneda, el doctor LUIS GONZÁLEZ, interrumpió el diálogo con el Banco de la Provincia de Buenos Aires, y en represalia, este Banco suspendió el día 14 del mismo mes la conversión a oro de billetes procedentes de la Oficina de Cambio, creada por BARTOLOMÉ MITRE, que administraba el flujo de divisas del comercio exterior.
Esa noche, el presidente AVELLANEDA y los ministros ADOLFO ALSINA y BERNARDO DE IRIGOYEN se reunieron con el gobernador de la provincia de Buenos Aires, CARLOS CASARES y estuvieron reunidos hasta la madrugada.
El público no se quejó de la inconvertibilidad de los billetes del Banco Provincia, pero se lanzó sobre el Banco Nacional para pedir el oro y a raíz de estos hechos, el Ministro de Hacienda renunció. IRIGOYEN se hizo cargo transitoriamente, de la cartera de Hacienda, manteniendo la suya de Relaciones Exteriores.
Su primera medida fue proponer que se suspendiera la conversión en forma provisoria, mediante un decreto que hoy llamaríamos «de necesidad y urgencia». El Congreso protestó y hubo disturbios, pero don Bernardo, con su calma tradicional, se reunió con el Senado y llegó a un acuerdo para que convalidaran esta medida.
El presidente Avellaneda tenía pobres ingresos fiscales. La mayor parte de ellos, procedentes de la Aduana, pero la provincia de Buenos Aires era más poderosa que la Nación y su Banco operaba varias veces más que el Banco Nacional, antecesor del Banco Nación. La situación se puso aún más crítica.
Había descendido el monto de ingresos, los acreedores internos exigían cobrar sus letras y documentos con vencimientos perentorios. Pero don Bernardo se negó a satisfacer estos reclamos, afrontando la impopularidad, luchando contra todos y a todos convenciendo:
«No dejó de pagar una sola letra que venciera en su interinato», dice JOSÉ BIANCO. Y agrega: «Hubo un momento en que, acosado por los compromisos, espontáneamente entregó en tesorería cien mil pesos oro que le facilitara (para sí mismo) su amigo JUAN ACÉBAL».
Y pocos días después logró pagar un vencimiento de 400 mil libras en Londres, con la ayuda de MANUEL A. OCAMPO, presidente del Banco Provincia. Estos eran los funcionarios de aquella Argentina, austera y patriota, que vivían sin lujos ni privilegios pero con dignidad. El mejor ejemplo es la conocida expresión de Avellaneda:
«La República puede estar dividida hondamente en partidos internos, pero no tiene sino un honor y un crédito, como sólo tiene un nombre y una bandera ante los pueblos extraños. Hay dos millones de argentinos que economizarán hasta sobre su hambre y sobre su sed para responder en una situación suprema a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros».
Hoy nos preguntamos dónde quedó aquella Patria que hemos admirado y querido. ¿No es hora de volver a empezar? Es evidente que algo se ha roto en el tejido espiritual de la Nación. No se trata solamente de la falta de confianza en las autoridades, fruto legítimo de su propia obra, sino de algo más profundo y más antiguo.
«Sería bueno que nuestros conciudadanos vieran el patriotismo que hay en Estados Unidos, en Chile, en Brasil, en Francia, para comprender que patriota es también aquel que se siente solidario con sus conciudadanos, que es hermano del que viaja a su lado, del que vive en su entorno» (ver Pánico en La Argentina).
Eextractado de un artículo de Juan José Cresto, publicado en el diario La Nación de Buenos Aires.