CARNICEROS Y CARNICERÍAS DE ANTAÑO

La venta de carne hoy es una actividad rigurosamente regulada por las autoridades y controlada por organismos que como “Bromatología”, ponen especial cuidado en la higiene no sólo de los ámbitos de expendio, sino que también vigilan el aseo, la indumentaria y las herramientas de quienes la faenan y la venden.

Carreta de carnicero antigua (época colonial)

Pero no todo era sí en el virreinato del Río de la Plata en el pasado. Pasaremos por alto lo que sucedía en la campaña, porque allí si que no había control alguno y bastará recurrir a la obra de ESTEBAN ECHEVERRÍA, “El Matadero”, para conocer detalles de un escenario y los protagonistas de una actividad, cuyos contenidos, hoy serían incomprensibles por la crueldad, la violencia y la repugnante falta de higiene que la caracterizaba.

Allá por el siglo XIX, en Buenos Aires y las ciudades del interior que ya asomaban como las grandes urbes argentinas, no existían las “carnicerías” como las conocemos hoy. La venta de carne se realizaba en la vía pública. Dos veces por día, a la mañana y a la tarde, llegaban a algunas bocacalles de cierta importancia, diremos, “los carniceros”, que instalaban allí unos grandes carretones donde llevaban como máximo una media res y a la vista de todos, hacha en mano, procedían a despostarla para ir satisfaciendo los pedidos de los “clientes”.

Pero dejaremos que uno de los iluminados comentarios que JOSÉ ANTONIO WILDE nos dejara en su obra “Buenos Aires desde 70 años atrás”, nos describa a los “carniceros y las carnicerías” de antaño: “

“El modo de vender carne fue por muchos años entre nosotros, repugnante por mil circunstancias y muy especialmente por falta de aseo. A ciertas horas de la mañana y de la tarde, se estacionaban en diversos puntos, principalmente en las bocacalles, unas “carretillas” con toldos y costados de cuero vacuno o caballar en la que venía la carne colgada en ganchos.

Llegados allí, desprendían los caballos, quedando la carreta inclinada hacia adelante, descansando sobre el pértigo. Frente a éste, el carnicero extendía un cuero sobre el suelo (con barro, polvo o la suciedad que hubiera), sobre el cual colocaba la carne que destrozaba con golpes de hacha. Entonces nadie soñaba en dividir los huesos con serrucho. El cuero presentaba así centenares de “soluciones de continuidad”, por las que pasaba a la carne, el barro o el polvo del suelo. Es claro que el “carnicero” no lo mudaba sino cuando ya estaba hecho trizas e inservible.

Cuando llegaba la noche, como raro era el que ostentaba un farol; casi siempre encendían una vela de sebo (vela de baño), hacían una incisión en la carne y allí colocaban la vela, que con la brisa o el viento fuerte, según fuese el caso, chorreaba el sebo sobre la carne que era un gusto. Como el despacho se hacía de inmediato al cordón de la vereda, el viandante no dejaba de pasar con cierto recelo, al ver enarbolar la enorme hacha, ni se veía libre de algunos salpiques.

Esta carne, tan desaseadamente conducida, tan desaseadamente despachada, iba a dar a la “tipa” (canastos) no menos desaseada, de la negra cocinera que era la compradora. Esas tipas las fabricaban los negros y eran de cuero y cuando más, de junco con fondo de cuero. Poco se conocía la canasta de mimbre y aquellas “tipas”, por mucho que se quisiesen cuidar, siempre ofrecían una vista desagradable y un aspecto repugnante, repugnancia que solo la costumbre podía atenuar un tanto.

El traje del vendedor o carnicero” estaba en relación: “calzoncillos anchos con flecos y en los más lujosos, con “cribo”, salpicado de sangre y de lodo; en mangas de camisa en verano, con poncho en invierno, descalzo o con bota de potro.

Este modo desaseado de conducir la carne desde los mataderos, sobrevivió por muchos años a la abolición de “las carretillas”, pues hasta hace muy poco, se traía en carros y aún a caballo, expuesta al sol, el polvo, el lodo, etc. Es de data muy reciente su conducción en carros aseados, con cortinas y demás accesorios (esto lo decía en 1908).

Cruzaba también por nuestras calles “el carnero”, con una pila de cuartos de carne de oveja colgando a ambos lados de su caballo, recibiendo sus correspondientes salpiques de barro. Los vendedores eran generalmente muchachos que gastaban el mismo traje que los carniceros e invariablemente andaban descalzos. Asi transitaban las calles gritando “capón de grasa pa el alivio de tu casa” o “capón de pella pa el alivio de la beya”.

Después de las carretas en las calles, vinieron los “puestos” o “cuartos de carne” en diversas partes de la ciudad. Esto duró mientras no se establecieron los mercados y en ellos los “radios”. Entonces, poco a poco se fue introduciendo el traje más decente de los vendedores, las mesas de mármol y demás mejoras que hoy todos conocen, además de las importantes mejoras que se introdujeron en los mataderos (ver Personajes pintorescos de antaño).

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