UN ROMANCE EN EL SIGLO XIX

El noviazgo comenzó hará cosa de tres años en el corso de las flores, en la avenida de las palmeras de Palermo. La niña acababa de hacer su presentación en sociedad, en una fiesta espléndida que se realizó en el Palacio Miró de la plaza Lavalle. En la sección “Vida Social” de «El Diario», de Láinez, salió la crónica con minuciosa descripción de los vestidos que lucían las chicas, a cuál más bonita.

Después, él estuvo en Europa —es decir, en Parts— y al regresar,  reanudó el cortejo en un baile del Club del Progreso. Días más tarde se encontraron en una kermesse benéfica en el salón del Príncipe Jorge, de la calle Cuyo. Ahí se le declaró. Y en seguida pidió permiso para visitarla. No hubo ninguna oposición: es de familia decente —según se designa a la gente conocida— y su posición económica, muy buena.

El padre de ella, en cambio, ha perdido la estancia y tiene hipotecada la quinta de Adrogué. Por eso,  un ministro amigo le consiguió a la señora unas decenas de la lotería y le fraguó un antepasado guerrero de la Independencia, con lo cual obtuvo una pensión vitalicia.

El pretendiente hará hoy su primera visita. Volaron las fundas de la sala. Cambiaron las achiras del jarrón que está debajo de la consola con espejo y afanosamente se limpiaron vidrios y “caireles de la araña.

Después de la comida, el señor va al escritorio y se pone a leer en «El Nacional» la reseña de la sesión en Diputados, donde interpelaron al ministro del Interior por las elecciones fraudulentas habidas en Catamarca que ganó el oficialismo a tiros y a los ponchazos. ¡Bah!, la historia de siempre; todo quedará en agua de borrajas, dice ceñudo.

A los chicos los mandaron a la cama con el último bocado. La señora —todavía tiene puestos los bigudíes— echa un vistazo a la sala. Sí, todo está en orden. La cocinera trae unas brasas para quemar benjuí en el sahumador. La novia ha comido apenas, atareada con los últimos detalles de su arreglo. Son las nueve y media en punto.

Suena el llamador de la puerta de calle. Es él. La novia, nerviosa, se pincha un dedo con un alfiler de gancho al ceñirse el corpiño de blondas. La mucama hace pasar al recién llegado. Un cuarto de hora después el señor se presenta en la sala. Luego aparece la señora, vestida de tiros largos. Charlan los tres del tiempo que hace, del debut de la Patti en el Politeama y de la interpelación ministerial.

Por fin llega la niña, deslumbrante: vestido de crêpe celeste con volantas; cinturón de terciopelo azul rematado atrás con un gran lazo abullonado. El señor se marcha con un pretexto cualquiera. La niña se sienta en el sofá; el muchacho, a decorosa distancia. La señora se instala en un sillón alejado y se pone a leer (hace como que lee),  «María», de Jorge Isaacs.

Los novios hablan en voz baja.  De vez en cuando la señora les echa una mirada discreta. El leve bisbiseo inaudible de los jóvenes se prolonga entre largos silencios solo interrumpidos por el ruidito que hace la chaperona al vol­ver las páginas del libro.

Al cabo de un buen rato, hay cambio de guardia. Se va la señora y entra a reemplazarla una señorita sumamente soltera, hermana del señor. La tía no lee, teje. Y como teje de memoria puede cómodamente hacer su labor sin quitar la mirada guardiana del espaciado grupo que forma la pareja.

De pronto, un insistente carraspeo de la empecinada tejedora alerta a la niña. ¿Qué pasa?. Con gesto significativo la tía chaperona le advierte que está mostrando el tobillo escandalosamente. La novia se sonroja y estira la falda de crêpe celeste hasta cubrir el pie.

Nuevo cambio de guardia: se va la tía que teje y vuelve la chaperona lectora.
—¿Por qué no tocas algo?
—Mamá, no estoy en dedos^

La madre insiste con suavidad Imperativa y la hija accede. Se despoja de las sortijas y pulseras que deja en un bol de cristal que está por ahí, hojea un álbum, acomoda el taburete, se fricciona las manos, sonríe de contrabando hacia donde sigue sentado el novio inmóvil y se dispone a tocar.

—Ya verá usted qué bien lo hace —afirma convencida la señora.

La pianista va desgranando los acordes de un vals de Cremieux. El novio, embelesado. La mamá entorna los ojos. El reloj de la torre de San Nicolás da las once. ¡Qué tarde es ya!, murmura entre dientes la señora.

Llega de la calle el golpeteo en el empedrado de las herraduras del caballo del vigilante que anda de ronda. Pasa una volanta ocupada por unos muchachos que van a darle serenata a la hija del boticario de la esquina y en mandolinas y guitarras se oye el vals «Sobre las olas» que viene como desde el fondo de la noche.

El encanto inefable de estos encuentros semanales  y a hora fija en la sala y con estricta vigilancia,  podrá estirarse así por varios años. Algún día se casarán los novios. Y entonces empezarán a penetrar el misterio de sus sentimientos más íntimos, guardados celosamente durante el noviazgo largo, que tuvieron que  sobrevivir para llegar a la felicidad del matrimonio.

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