UN RETRATO QUE NO SE PINTÓ (1776)

Corría el año 1776 y Buenos Aires se sentía orgullosa, porque ahora podía igualarse con Lima y México. Con la llegada de don Pedro de Cevallos,  era ya ciudad virreinal.

Y como no era común tener por re­presentante del monarca a un gran guerrero, que acababa de expulsar del territorio rioplatense a unos portugueses, siempre prestos a quedarse con lo ajeno, la ciudad quiso honrarlo de la mejor manera posible. Por ejemplo, llevando su efigie a la tela.

Así lo dispuso el Cabildo al acordar «se sacase un retrato de cuerpo entero de la persona de dicho Exmo. Señor, poniéndole al pie una relación sucinta y elocuente de todas sus victorias y triunfos, reportados sobre los enemigos del Estado».

Y para que no se quedase corto el homenaje, también se tomó «la determinación de sacar los retratos a todos los demás señores sucesores que haya en adelante para que por su ornamento se ponga en esta sala capitular».

A los regidores Pedro Díaz de Vivar y Francisco Antonio de Escalada, se les encomendó buscar al mejor pintor que hubiese en Buenos Aires. Lo encontraron en la persona de Miguel Ausel, de quien felizmente todavía se conservan dos obras: una «Resurrección del Señor», que está en el convento de San Francisco, y un “San Ignacio”, en la iglesia parroquial homónima.

Regidores y pintor se dirigieron a la Real Fortaleza, donde los recibió el virrey. Lo primero que hizo éste fue preguntar cuánto tiempo debería posar, a lo cual respondió Ausel diciendo que durante tres o cuatro jornadas, a razón de dos horas por día.

Y no hubo retrato porque Cevaílos se negó a desatender por tanto tiempo sus obligaciones de gobernante. «Ya habrá tiempo de hacerme un retrato cuando deje el cargo», dicen que dijo (ver retratos verdaderos y retratos apócrifos).

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