TEMPORADA DE BAÑOS EN BUENOS AIRES (SIGLO XIX)

Desde la época de la colonia, por muchos años más, siguieron vigentes las costumbres que regían los baños públicos en la ribera del Río de la Plata, armonizando creencias religiosas e increíbles (para hoy) pudores, con la escasa disponibilidad de agua en las casas, ya que la falta de agua corriente, favorecía la costumbre del baño en el rio a pesar de su relativa limpieza.

Los primeros veraneos en Mar del Plata ~ Terminal Mar del Plata

Recién en 1868, bajo la presidencia de DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO, dos súbditos británicos llegaron a Buenos Aires y solicitaron permiso para construir en la ribera del Río de la Plata un “establecimiento de baños” con una escuela de natación anexa.

Los empresarios pedían que se les concediera derechos para su explotación por el término de veinte años, luego de lo cual, las instalaciones pasarían a poder del Estado, pero el proyecto no prosperó y las cosas siguieron como estaban.

A comienzos del siglo XIX, en Buenos Aires,  la temporada de baños comenzaba el 8 de diciembre (el Día de la Inmaculada Concepción), con la ceremonia de «bendición de las aguas», durante la cual, los padres franciscanos y domínicos, bautizaban a los feligreses en ellas. A partir de entonces, desde diciembre a marzo la costa del río se convertía en playa, a la que concurrían todas las clases sociales.

Durante la “estación de baños”, la gente concurría desde que aclaraba hasta las altas horas de la noche, eligiendo las horas, unos por gusto y otros por necesidad.

Las damas lo hacían a la tarde y la gente que debía trabajar durante el día, a la madrugada o a la noche. Los tenderos y almaceneros por ejemplo, casi en su totalidad, iban desde las diez de la noche en adelante, después de cerrar su negocios.

Las familias preferían la caída del sol; llevaban a la playa lo necesario para tomar mate y sentadas en la orilla, gozaban de la brisa, esperando que oscureciese para entrar a las aguas, dejando sus ropas al cuidado de las sirvientas.

Muchos hombres, además de los comerciantes nombrados, acostumbraran reunirse e iban a eso de las once y aún de las doce de la noche, llevando fiambres y vinos para cenar al fresco después de haberse bañado, sirviéndose de faroles para iluminarse.

Para bañarse, los hombres se alejaban de los lugares frecuentados por las señoras, mientras éstas solían pasear por la playa para secarse el cabello. No faltaban las travesuras consistentes en hacer nudos fuertes en la ropa de los bañistas o «directamente» hurtarlas.

Algunas personas pasaban toda la noche sobre las toscas, gozando de esas deliciosas brisas que mitigaban el bochorno del calor que era común durante las noches en aquellos días.

Había muchas críticas al baño de las señoras en el río, a pesar de que esa costumbre no tenía nada de reprochable ya que en nada se quebrantaban los preceptos del decoro.

Se observaba el mayor orden y respeto y tanto los hombres como las mujeres guardaban celosamente su lugar. Los hombres que llegaban a la noche, se alejaban de los grupos de señoras ya instalados y buscaban sitios no concurridos por ellas para acomodarse.

Y esa necesidad de guardar “las formas” hizo que cuando las autoridades comenzaron a notar que no siempre se mantenían estas distancias que mandaban “las buenas costumbres”, hubo quien dispuso la colocación de una soga que iba desde la orilla hasta aguas adentro, para separar los sectores asignados a cada sexo (en aquella época había solo dos).

Pero vistos los desórdenes que se producían en la costa, con gran cantidad de bañistas de uno y otro sexo, las autoridades dictaron un bando “reiterando ciertas normas de moral y buenas costumbres para los bañistas: «Las personas que concurren a los baños en el Río de la Plata, deben hacerlo con separación, ocupando los hombres la parte izquierda del muelle hasta la Recoleta y las mujeres y niños  de siete años abajo, la derecha del mismo punto hasta la Residencia”.

Dice “mister Love”, primer cronista inglés, que durante el primer período revolucionario, las ordenanzas policiales prohibían los baños mixtos, pero las reglas nunca fueron respetadas.

“Las mujeres de la elite porteña se bañaban con vestidos sueltos de muselina que tenían debajo de sus trajes de calle. Antes de entrar al agua se despojaban de sus pesados trajes que dejaban al cuidado de sus “sirvientas” esclavas.

Mucha gente y familias enteras, iba al río desde la mañana hasta la noche, los comerciantes lo hacían después de cerrar sus tiendas al anochecer. Muchas familias se sentaban en el pasto y esperaban a la noche para entrar al agua dejando sus pertenencias al cuidado de las sirvientas negras. Luego del baño se sentaban a comer fiambres y vino hasta la medianoche, disfrutando del viento fresco del río”.

A pesar de los peligros que implicaba salir a esas horas de la noche y la penumbra en que se vivía, la influencia del pudor era muy fuerte.

Los criterios moralizantes de esa época hicieron que en 1809 el virrey Cisneros, debido a “el exceso que se comete en los baños públicos, en la ribera del río”. dictara un “Auto de Buen Gobierno” según el cual se prohibía bañarse en los sitios que estaban a la vista del Paseo del Bajo y sólo se lo podía hacer de noche, “observando decencia, quietud y buen orden”.

Quedan constancias gráficas también de una costumbre adoptada por alguna “señoras de la sociedad”, que llevaban al extremo su “pacatería”: se envolvían en amplios tohallones y acompañadas por una sirvienta, se acercaban a la orilla y allí se descubrían, mientras simultánemente se introducían en el agua, descartando la más mínima posibilidad de que la vieran en ropa de baño (que por otra parte no dejaba nada para ver, ya que constaba de amplios calzones que llegaban hasta las rodillas, medias, blusas con mangas y cofia para el pelo, como muestra la imagen).

Tengase Presente: Los bañistas en los siglos XVIII y XIX.

Hemos visto también en una vieja fotografía que no hemos podido recuperar. lo que consideramos “el summun” (algo parecido a lo que muestra la imagen a la izquierda).

Una señora dentro de una casilla de madera montada sobre cuatro grandes ruedas o que portaban dos robustos sirvientes, era llevada hasta poco más allá de la orilla y recién entonces ella salía de su refugio y se sumergía en el agua, segura de que no la habían visto “ojos pecadores”.

Pero no todo era paz y disfrute. Los frecuentes y repentinos huracanes, conocidos como “tormentas de verano”, solían sembrar de terror entre los bañistas.

Era, a veces, tan rápida su aparición que no daban tiempo ni para vestirse. Optaban entonces por mantenerse firmemente aferrados a sus pertenencias, observando el fenómeno que cubría de polvo y densas nubes a la cercana ciudad, o huir: unos a medio vestir y otros, solamente cubiertos con sus ropas de baño, pues el viento había llevado el resto de ellas.

Qué tiempos aquellos !!. Cuando las playas del Río de la Plata y sus aguas no estaban contaminadas y los porteños disfrutaban de ellas. Cuando era posible acampar en sus orillas para tomar mate o simplemente refrescarse luego de una jornada de agobiante calor, sin temer ser asaltados.

Cuando la simpleza de una vida sin violencias extremas y sin urgencias enfermantes, permitía ver un señor que parado en medio del agua, se guarecía del sol con un enorme paragüas, O una señora sumergida en el agua hasta el cuello, saboreando con elegancia un soberbio cigarro de hoja o más allá, ya sobre las toscas, una pobre víctima de pícaros jóvenes, que medio desnudo y tiritando, trataba desesperadamente de desatar los nudos (se los llamaba “galletas”), que le habían hecho a su ropa (ver Recuerdos, usos y costumbres de antaño).

Fuentes: Crónica Argentina, Ed. Codex, Buenos Aires, 1979; “Buenos Aires, cuatro siglos”, Ricardo Luis Molinari, Ed. Topográfica Editora Argentina S.A., Brasil, 1993; “Buenos aires, 70 años atrás”, José Antonio Wilde, Ed. Tor, 1941.

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