LAS PULPERIAS

Las pulperías era el nombre por el cual se conocían, los primeros establecimientos comerciales que se instalaron en las ciudades y en los nuevos pueblos que comenzaban a surgir, principalmente en la campaña, siguiendo el avance del Ferrocarril.

Combinaban las funciones de los almacenes de ramos generales, con las de una taberna, vendiendo bebidas alcohólicas a los parroquianos que se acodaban en su mostrador, sin olvidar las funciones que algunas cumplían, como oficina postal, mensajería o como lugar de reuniones sociales, bailes y a veces comité político.

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La pulpería, verdadera “casa de negocios” del antiguo campo argentino, vendía casi todos aquellos artículos que los pobladores podían necesita.

Empezando por fuertes bebidas alcohólicas como ser aguardiente, caña, ginebra, y siguiendo con refrescos, vinos en “damajuana”, y “vicios (tabaco, cigarros, papel para armar cigarrillos, yerba, bombillas y mates), azúcar, arroz, pan y galletas, grasa, sardinas, leña, jabón de sebo, artículos de talabartería, armería, telas y artículos de mercería, como alfileres, cintas, hilo, botones y telas, ropa y otros artículos de vestir, artículos de tocador, lumbre y combustible, vajilla y cuchillos, aperos de montar, artículos de ferretería, aperos agrícolas, papel y hasta productos de farmacia y pólvora.

Muchos de estos artículos, como ser vino,  azúcar, cereales, frutas, yerba algodón y harina venían desde Cuyo, Santiago del Estero , del Litoral y de Tucumán. Lo demás venía desde Europa , que llegaba por distintas vías.

El transporte de estas mercaderías se hacía por medio de carretas, que eran tiradas por dos hasta 6 bueyes, según fuera el peso y el volúmen de la carga y muchas veces se reunían varias de ellas, formando «tropas»,  para hacer más seguro su viaje.

En las pulperías se reunían a beber y conversar los hombres que vivían en los alrededores, mientras el “pulpero” los atendía, sin perder de vista la escopeta o el «trabuco naranjero» que tenía escondido detrás del mostrador,  tras una reja que lo protegía de los peligros de un borracho pendenciero, de un asalto o de las riñas  que frecuentemente se producían en ese lugar y que derivaban en duelos a cuchillo.

En las pulperías siempre había una o dos  guitarras  para que se lucieran los cantores o para que se trenzaran en épicas “payadas” quienes con sus picantes versos, hacían las delicias de un público siempre ávido de diversiones (ver Los payadores).

Allí se jugaba a los naipes (la malilla y el truquiflor eran los juegos preferidos)   y a “la taba”, se concertaban y se corrían “carreras cuadreras” y se recibía la correspondencia que llegaba “al pago”.

Pero la gente de buena posición no concurría esta clase de negocios; preferían, más bien, enviar a sus sirvientes o esclavos a buscar lo que necesitaba.

En 1799, el número de pulperías que había en Buenos Aires ascendía a 274, otras 121 estaban desparramadas en la campaña y 47 en Montevideo que eran como sucursales de las de Buenos Aires.

No había pago que no albergara su pulpería y hacia 1815,  había ya  más de cuatrocientos cincuenta en toda la campaña (esto quiere decir, una pulpería cada noventa habitantes), siendo  especialmente abundantes en las áreas agrícolas, como Lobos, Morón, San José de Flores o San Isidro.

Hoy pueden visitarse y ver cómo eran esas pulperías en Andonaegui (Pulpería “Los dos Ombúes”), en Capilla del Señor (“Boliche de los Giménez”), San Antonio de Areco (“Almacén de don Segundo” y “La Blanqueada”), sobre la Ruta Nacional 51 (Almacén «El Nacional”), Arrecifes (“Museo Histórico y Cultural de Arrecifes”), La Luisa (Pulpería «Arroyo de Luna”), Capitán Sarmiento (“Almacén y Posta La Colorada”) y en Carmen de Areco (“Pulpería del Yatay”).

Las pulperías, eran sencillas construcciones, muchas veces de adobe, paja y cañas, con piso de tierra. Un mostrador, muchas veces enrejado, para  salvaguardar  al pulpero de los parroquianos pasados en la bebida,  algunas pocas mesas y sillas que se acomodaban en su interior, iluminado con faroles primero de aceite y luego de sebo y unas rudimentarias estanterías para exhibir las mercaderías eran todo su mobiliario.

Completaban sus existencias  la infaltable imagen de San Miguel, una balanza romana o de cruz, barriles, pipas, tercerolas, sacos y frascos por el suelo y eso sí: el también infaltable palenque con argollas, afuera,  para que allí ataran sus caballos los parroquianos.

A veces, un terreno simplemente apisonado a un costado de la pulpería, servía de pista para los bulliciosos bailes que frecuentemente realizaba la paisanada, y que invariablemente terminaba en algún “duelo de machos a facón”, como resultado del exceso de bebida, sucesos que en varias oportunidades llegaron a preocupar a los gobernantes, por los disturbios que en esos “bailongos” se generaban.

En 1614 se prohibió a los pulperos hacer o vender pan, si no eran dueños de una chacra y en 1787, se condenó a un pulpero a pagar una multa de 25 pesos, por haber recibido en empeño, objetos robados.

Como para abrir una pulpería sólo se requería contar con un barril de vino, algo de yerba, unos frascos de aguardiente y algunos paquetes de velas, eran “»muchos aventureros» los que estaban en condiciones de emprender este negocio, lucrativo y de corta inversión.

Por eso, tratando de ordenar esta actividad, el gobierno español y los primeros gobiernos nacionales trataron de reglar las ventas, los privilegios y la condición racial del personal de las pulperías y otros aspectos que hacían a su funcionamiento y control.

El 28 de julio de 1812 el Triunvirato publicó un Reglamento disponiendo que las “Pulperías  “deben tener en el mostrador una parte levadiza que pueda cerrarse para impedir el paso de los clientes al interior del negocio”». Por otra parte, se prohibía a los comerciantes fiar  a los “hijos de familia” y a los esclavos y finalmente que .le estaba prohibido a los españoles tener pulperías. “Sólo los hijos del país pueden ser pulperos” (ver Los españoles no pueden tener pulperías).

El pulpero era –con cierta frecuencia– un personaje local de relevancia –ocasionalmente era también tahonero, es decir, molinero– y podía cumplir diversas funciones, como prestamista (muchas veces adelantando unos pesos a cambio de cueros, trigo y otros productos), como escribiente en alguna carta de amor desesperado y como puntero político.

En el “libro de los fiados”, el  patrón anotaba  el nombre o, en algunos casos,  por discreción, sólo las iniciales de sus parroquianos y a continuación iba trazando rayitas de acuerdo a la cantidad de reales que le debía ese “cliente”.  Al llegar la cuenta a un octavo real (un peso de aquella época), trazaba una cruz. Cuando una deuda era incobrable, los parroquianos que incurrían en esa desfachatez, solían decirle  bromeando al pulpero, «que la raye con tinta de agua” (la “tinta de agua” era el contenido de una batea que había junto al mostrador para lavar los vasos).

Pero tales medidas y “directivas tuvieron poco éxito y cada una se manejó como quiso y muchas de ellas, fueron el escenario de violentas disputas y desórdenes, causados por gauchos pendencieros, algún prófugo de la justicia o simplemente pasados en la bebida.

Porque como la venta de bebidas, especialmente las alcohólicas y entre ellas el aguardiente, era la que producía los mayores ingresos a la  mayoría de las pulperías, por el gran consumo que de ellas hacían sus parroquianos, era lógico que las pulperías fueren el escenario de innumerables conflictos.

Y es a este respecto, que resultan sorprendentes, las cifras que determinan el consumo de alcohol, especialmente aguardiente, por parte de las clases populares, tanto en la ciudad como en la campaña. Existen registros asegurando que en Buenos Aires, este consumo llegaba casi al medio litro por día por persona y el de vino se ha estimado en un litro y medio.

Los aguardientes en venta eran de caña o de uva; se los importaba de España, Cuba y Holanda (tradicional centro productor este último),  o llegaba desde la provincia de  San Juan. Los vinos que expedían nuestras pulperías provenían de España –Málaga en particular–, Canarias y de las provincias de San Juan y Mendoza, y los había blancos, secos y dulces, siendo “el vino carlón” el preferido y que rara vez faltaba, tanto en la mesa de “las familias”, como en el mostrador de las pulperías.

Pulperías volantes
En 1831, bajo la administración de JUAN MANUEL DE ROSAS, quedaron prohibidas especialmente las «pulperías volantes» en Santa Fe. Estas pulperías recorrían bastas regiones comercializando productos ganaderos, plumas de aves silvestres y algunas cosas más de escasa importancia.

Cumplían el servicio de carros o carretas, deteniéndose en las poblaciones y organizando reuniones de juego o expendio de bebidas. Se las conceptuaba como tráfico de cueros de animales robados pero, a la vez, servían de diversión a gauchos trashumantes o conchabados. Pero esta medida no fue correctora de los males que se decía, afectaban a los vecinos (1).

Los viajeros ingleses WILLIAM MAC CANN, ESSEX VIDAL, ANIBAL BARRIOS,  ROBERTO B. CUNNINGHAM GRAHAM son algunos de los que con sus escritos, han permitido que quedara grabado para el recuerdo, este verdadero símbolo de nuestra historia.

Y fue Charles Darwin, un ilustre visitante allá por 1833, que realizó este sabroso comentario: “Pasamos la noche en una pulpería o tienda de bebidas. Un gran número de gauchos acude allí por la noche a beber licores espirituosos y a fumar. Su apariencia es chocante.

Son por lo regular altos y guapos, pero tienen impresos en su rostro todos los signos de su altivez y del desenfreno; usan a menudo el bigote y el pelo muy largos y éste formando bucles sobre la espalda. Sus trajes de brillantes colores, sus formidables espuelas sonando en sus talones, sus facones colocados en la faja a guisa de dagas, facones de los que hacen uso con gran frecuencia, les dan un aspecto por completo diferente del que podría hacer suponer su nombre de gauchos o simples campesinos.

Son en extremo corteses; nunca beben una cosa sin invitaros a que los acompañéis; pero tanto que os hacen un gracioso saludo, puede decirse que se hallan dispuestos a acuchillaros si se presenta la ocasión”

«Una bandera enastada en una larga caña revelaba a los ojos del viajero el lugar donde se encontraba una pulpería en la soledad melancólica del campo oriental…» , refirma ANÍBAL BARRIOS PINTO en notable coincidencia con el relato de ESSEX VIDAL. Al parecer, debemos otorgar validez a lo expresado por LEOPOLDO LUGONES, pues no otra razón tuvo la presencia de dos colores en las diferentes enseñas que ostentaban las pulperías: rojas sí había carne, blanca si había bebida.

El viajero inglés WILLIAM MAC CANN cuenta así sus experiencias cuando visitó un pulpería: “Llegamos después a una pulpería, donde nos detuvimos para tomar un refrigerio. La pulpería es una combinación de taberna y almacén adonde acude la gente de campo. La parte posterior de la casa daba sobre el camino y tenía un cuadrado abierto en la pared, protegido por barras de madera, a través del cual el propietario despachaba a sus clientes».

«Estos quedaban protegidos por un cobertizo. El enrejado de madera cerrábase por medio de una contraventana durante la noche. Tal es el aspecto que ofrecen por lo general las pulperías en todo el término de estas pampas. Los dueños de pulperías, residentes en lugares apartados de todo centro de población, viven —al parecer— sin ninguna protección ni garantía en cuanto a sus personas y bienes, siendo de admirar la confianza con que dichos mercaderes sobrellevan una vida de peligros, expuestos a los ataques de merodeadores y ladrones”

El doctor JOSÉ A WILDE describe así la indumentaria del pulpero: «Si traje durante el verano, era comúnmente, el siguiente: se ponían tras del mostrador en mangas de camisa, sin chaleco, con calzoncillos anchos y con flacos; sin pantalón, pero con chiripá de sábana o de algún género delgado, o bien un pañuelo grande de algodón o seda: Algunas veces  usaban medias, pero siempre andaban en “chancletas».

El porqué del nombre “Pulpería
Hay infinidad de versiones que pretenden explicar el origen de este nombre para nuestras “Pulperías”, pero ninguna de ellas ha sido confirmada por medio de estudios confiables. Se dice que así se llamaban una especie de puestos para la venta de frutas y verduras en la España medieval.

Otra versión explica que el nombre le correspondía por que ahí se vendía una corte de carne, que en aquellas épocas era muy barato: «la pulpa».

Finalmente dos versiones, que son realmente las menos creíbles: una afirma que como el dueño del negocio generalmente era el único que atendía a parroquianos y clientes, debía prodigarse en su trabajo, como si tuviera varias manos a semejante un “pulpo”(publicado en una infografía de Fernando San Martín, publicada en el periódico Perfil de Buenos Aires).

La otra asegura que nuestras “pulperías”, como vendían bebidas alcohólicas,  tomaron su nombre de los “boliches” mejicanos que venden la bebida típica de ese país: el pulque”. Quizás algún viajero, viendo la semejanza que existía  entre ambos comercios, se le ocurrió comentar que durante su visita a Buenos Aires, estuvo en una “pulpería” y su error se difundió, quedando así definitivamente bautizados nuestros típicos “boliches” de campaña.

(1) El problema de las pulperías ambulantes se prolongó, en estas tierras, más allá de los tiempos de la Revolución de Mayo. Precisamente un decreto de Rosas, del 18 de febrero de 1831, trata de poner orden en el asunto con disposiciones terminantes. Está refrendado por TOMÁS DE ANCHORENA y dice así: «No pudlendo el gobierno ser insensible a los grandes males que producen en la campaña las pulperías volantes, cuyos dueños reportan su principal lucro fomentando el robo, la embriaguez y el juego, ha acordado y decreta:
Art. 1. Quedan prohibidas las pulperías volantes en todos los puntos de la campaña.
Art. 2. Pasados cuarenta días de la fecha de este decreto, los jueces de paz y comisarios de policía, cuidarán de decomisar toda pulpería volante que se halle en su respectivo distrito, y de aprehender y poner en prisión segura al conductor de ella y mozos que le acompañen en su servicio.
Art. 3. Los artículos y efectos de que se componga la pulpería, serán vendidos inmediatamente en pública subasta por el Juez o el comisario aprehensor, y su producto será remitido al jefe de policía, para que lo vierta en la tesorería del departamento aplicándolo al ramo de multas.
Art. 4. Si la carreta, carretilla y animales que sirvan para el transporte de la pulpería volante, perteneciesen al dueño o conductor de ella, serán comprendidos en el decomiso y si fuesen fletados, serán devueltos a su legitimo dueño luego que los reclame.
Art. 5. El dueño o conductor de la pulpería volante, los mozos o personas que vayan en su servicio, incluso los que tiren o dirijan la carreta o carretilla, serán puestos a disposición del jefe de policía, para que sean destinados al servicio de las armas por un año en las tropas veteranas en clase de soldados” (extraído de la revista “Todo es historia”)

4 Comentarios

  1. Anónimo

    es verdad?

    Responder
    1. Anónimo

      es verdad?

      Responder
      1. Anónimo

        es verdad?

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