CARTAS DE UN PRISIONERO INGLÉS (1806)

Uno de los prisioneros ingleses tomados luego de su fracasada invasión al Río de la Plata, cuenta sus aventuras y describe usos y costumbres de la ciudad donde fue confinado.

Luego de la derrota sufrida durante la primera invasión a Buenos Aires en 1806, un oficial británico, que por estar herido, no había sido remitido al interior con el resto de los prisioneros, por lo que estaba internado en el Valle de Calamuchita, provincia de Catamarca envió una carta a un camarada diciéndole:

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«El viaje fue mejor de lo que esperábamos. Por supuesto que tuvimos que habituarnos a las incomodidades del camino y en especial a recorrer leguas y leguas en el pésimo carruaje que el gobierno español puso a nuestra disposición.

«Desde San Antonio de Areco te envié algunas noticias con una tropa de sesenta carretas que llevaba vino de Mendoza a Buenos Aires, pero no sé si habrán llegado a tus ma­nos».

«En ese pueblito de Areco pasamos tres meses. El lugar es pintoresco porque está ubicado en una loma con abundantes árboles frutales, tiene una hermosa iglesia de ladrillo y casas prolijamente encaladas. Con tres camaradas alquilamos un antiguo granero de harina que se convirtió en nuestro hogar».

«Nos las arreglamos para entretenernos bastante, organizando incansablemente nuestros juegos, el cric­ket y las carreras de caba­llos y realizando cacerías nocturnas de vizcachas, animalitos que viven cerca del agua y de mulitas, cuya carne es bastante sabrosa. «La gente nos recibió al principio con cierta hostilidad por nuestra doble condición de herejes y extranjeros, pero luego prevaleció su buen natural y hasta los tenderos nos abrían crédito».

«La población estable es honesta sin ser muy activa, salvo cuando tienen algún incentivo concreto, como, en este caso, atender a las necesidades provocadas por los prisione­ros».

«Más desconfianza me inspiran los peones errantes o gauchos que nos acompañan cuando nos trasladamos por el desierto. Tienen una mirada torva, pelo largo y renegrido coronado por un pequeño sombrero que les cae sobre la frente y se ata con un barbijo. Todos usan poncho, prenda muy abrigada y útil para la gente pobre y botas de cuero fresco abiertas en los dedos del pie. Ningún árabe puede emular su destreza a caballo».

«Los días domingos se unen puebleros y peones para asistir a los oficios religiosos en la iglesia. A la tarde, pasan largas horas jugando a la taba o a los naipes y por la noche empiezan las peleas, algunas muy sangrientas y a cuchillo por motivos de juego».

«Temeroso el gobierno español de que pudiéramos huir o incorporarnos a las fuerzas británicas que ocupan Montevideo, se dio orden de marchar a las lejanas provincias de arriba. Más de 200 prisioneros formaron un convoy que inició entonces un largo desplazamiento por la llanura».

«En estas «pampas», un día no se diferencia de otro. Atravesamos una serie de fortines -Salto, Rojas, Melincué, Guardia de la Es­quina, que son defensas contra el indio. Todos son iguales y se componen de algunos ranchos para la tropa, un mirador y uno o dos cañones de hierro, por toda defensa, salvo un profundo foso que rodea el perímetro, cercado con estacas de madera dura».

«Para divertirnos durante el interminable trayecto organizamos un «club de los feos», que se reunía en el centro de nuestras carretas, formadas en círculo, al anochecer. Nuestra alegría contagiosa hizo que los peones nos miraran con menos desconfianza. De ellos aprendimos a comer comidas insólitas, por ejemplo la carne con cuero, que es muy sabrosa porque no pierde «nada de su jugo».

«Aunque no lo creas, me he acostumbrado a beber mate. Pienso que si los ingleses no tuviéramos que importar necesariamente el té de las Indias Orientales, apreciaríamos esta bebida excelente para el estómago, especialmente para los nuestros, fatigados de recorrer tantas latitudes y siempre mal alimentados».

«Al llegar a las proximidades de Córdoba cambia mucho el paisaje. Hay montañas de regular altura habitadas por cóndores que, según dicen los paisanos, son muy peligrosos pues suelen llevarse prendidos con sus garras a los animales pequeños. Existen signos de mayor número de población y observé que en muchos sitios se tejen ponchos de todos los colores, precios y tamaños posibles. La gente es más industriosa».

«De tanto en tanto nos cruzábamos con un grupo de militares que se dirigían la capital del Virreinato para cooperar en su defensa. Sospecho que finalmente nuestra custodia será confiada a indios mansos, que también integran las filas de los ejércitos del rey».

«Nuestro destino, por el momento, es el valle de Calamuchita. La residencia que se me ha asignado es el colegio de San Ignacio, un gran edificio cuadrado ubicado en un bello paraje, rodeado de huertas bien cultivadas y de prados».

«El sitio perteneció a los padres jesuítas, cuya influencia benéfica se advierte en todas estas regiones. Lamentablemente fueron expulsados hace unos cuarenta años por orden del rey de España. Desde entonces sus propiedades pasaron a manos del estado o de particulares y están muy abandonadas».

«En San Ignacio las horas transcurren realizando largos paseos por los alrededores, estudiando español con ayuda de un diccionario en los ratos de la siesta y atracándonos de fruta en la huerta. Pero temo que esto acabe pronto: se rumorea que nuestro próximo destino serán las montañas de La Rioja. Se teme que nos fuguemos, como ya lo han hecho algunos compañeros y por lo tanto se nos envía cada vez más lejos» (ver Cómo veían los europeos a los argentinos).

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